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Donald Schön. El profesional reflexivo

Donald Schön, en “El profesional reflexivo” (“The Reflective Practitioner”) abre la puerta al reconocimiento de la destreza profesional, intuitiva y refleja, como un tipo de conocimiento tan válido como el científico-tecnológico. Como expica Schön, esto tiene importantes consecuencias, tanto en la educación como, por ejemplo, en el urbanismo.

Donald Schön el profesional reflexivo

«El profesional reflexivo» de Donald Schön no pertenece a esa clase de libros que uno busca, sino a la clase de libros que vienen en busca de uno. En mi caso, le debo el hallazgo a mi amigo y mentor Michael Joroff, quien se ocupó las pasadas Navidades de enviármelo directamente desde su biblioteca personal.

Vivimos en una época de incontestable progreso científico y tecnológico. Secuenciamos el genoma, descubrimos exo-planetas, construimos ciudades en medio del desierto en un abrir y cerrar de ojos, diseñamos robots cada vez más sofisticados y, antes de la covid-19, podíamos desplazarnos a casi cualquier punto de nuestro planeta en el mismo tiempo en que mi abuelo, cuando era joven, tardaba en llegar al pueblo más cercano para vender su leña.

Un progreso lleno de paradojas, como la de haber sido capaces de inventar las vacunas que alejan a cada brote de ingenio el fantasma de la muerte, al mismo tiempo que producíamos las armas de destrucción masiva capaces de decretar el fin de nuestra historia a golpe de un botón. Pero, si bien es indiscutible la capacidad de la ciencia y de la tecnología para resolver problemas, no lo es tanto su agudeza para identificarlos. En este sentido, su retraso sigue siendo sideral.

Las limitaciones del pensamiento técnico

Donald Schön, en “El profesional reflexivo” (“The Reflective Practitioner”) acierta al establecer la diferencia entre lo que preocupa a la tecnología y lo que debería, en realidad, preocuparnos a todos. Aunque en los últimos tiempos los técnicos hemos ensanchado la mirada, todavía tenemos unas cuantas dioptrías a la hora de enfocar los proyectos.

Por ejemplo, hace mucho tiempo que la ingeniería sabe resolver el problema de trazar y construir una autopista entre las poblaciones A y B, haciendo feliz tanto al automóvil como a su conductor. Pero, cuando es preciso sopesar otros costes distintos al económico, el pensamiento técnico se empieza a desorientar. Aunque en algunos aspectos ha realizado avances (el prisma medioambiental ya se incluyen rutinariamente en los cálculos), todavía le cuesta integrar, por ejemplo, la posible oposición ciudadana a la flamante vía rápida. Y, desde luego, hace aguas cuando ha de decidir sobre el asunto central: el de construir o no la autopista. Cada disciplina de la tecnología tiene una solución para cada problema.

Pero, como dijo alguien, lo inteligente no eran las respuestas, sino las buenas preguntas, por muy sofisticadas que sean las combinaciones de cemento, voltios y bits que componen esos remedios. En España pagaremos durante mucho tiempo los desorbitados costes de las autopistas radiales en torno a Madrid, una magnífica solución de ingeniería para un problema inexistente.

Los ingenieros amamos los sistemas lineales y bien definidos. Nos educaron en las lineales facultades técnicas para ello, y nos sentimos cómodos pensando que el mundo es modelable y predecible.Pero, afortunadamente, el mundo es infinitamente más complicado. Y nuestro siglo XXI es la época de nuestra historia menos lineal de todas. Algunos pensadores, como Zygmunt Baumann, lo llaman “liquidez”, otros como Michael Batty o Christopher Alexander,“complejidad”. Hemos de considerar estos sistemas, como los bosques, la economía de un país, o las ciudades, como ecosistemas cada vez más interconectados. Y los ecosistemas son desconcertantes para los tecnólogos: destilan incertidumbre, carecen de contornos definidos, y constituyen piezas únicas, pues no hay dos ciudades iguales (para desgracia de las grandes empresas proveedoras de soluciones “smart city”).

La renuncia de la filosofía

Entre las personas del mundo de las humanidades, por el contrario, el progreso científico-tecnológico se vive con un cierto complejo de inferioridad. La filosofía, que no supo a tiempo sacudirse el fardo de las creencias religiosas, demostró su debilidad para liderar la carrera por el conocimiento al tratar de ocuparse durante demasiado tiempo de asuntos, como el origen de la vida y del universo, para los que no disponía de instrumentos. En nuestros días, hay muchas personas de los ámbitos humanísticos que renuncian de antemano a tratar de comprender una tecnología que, revestida de sencillez de uso, en realidad cada vez es más opaca e intrincada. La mala noticia es que ese desistimiento general priva al ámbito técnico de esenciales contribuciones, como la de preguntarse “Pero, realmente, ¿hacia dónde vamos?”

Donald Schön establece en «El profesional reflexivo» algunas de las causas de esta retirada de la filosofía del pensamiento científico-tecnológico. La ciencia y la tecnología, a lomos del discurso positivista que sólo reconoce el conocimiento científico, llevan trescientos años siendo extraordinariamente eficaces en su descripción de la mayor parte de ámbitos del saber.

Una de estas herramientas de comunicación científica ha sido tradicionalmente el modelado de sistemas.  A nivel teórico, si bien la física no ha llegado todavía a una teoría de la gran unificación que compagine la escala cuántica con la galáctica, no es menos cierto que ha ido construyendo modelos cada vez más sólidos tanto del átomo como del universo. Y a nivel práctico, hoy existen modelos bastante precisos de cómo funciona un riñón, un glaciar, o las raíces de las plantas. Gracias a la computerización los modelos pueden abarcar hoy en día sistemas cada vez más complejos. Simulamos el tráfico en la ciudad, la propagación de una epidemia o la temporada de huracanes.

La potencia de la narrativa que acompaña al conocimiento científico es tal que todo conocimiento que no puede modelado o expresado en un artículo científico es reducido de categoría, o tachado de pseudo-ciencia, de superstición, o de “arte”. De esta manera, se establece una categoría superior de conocimiento: aquel que puede ser expresado según los cánones establecidos. El resto, como la pericia o maestría profesional, pertenece a una categoría inferior.

La división del trabajo en la creación de conocimiento

Nuestro sistema de educación refleja esta jerarquía. Mientras el conocimiento científico reside en las universidades, la maestría profesional se enseña en los centros de formación profesional, adonde acuden tradicionalmente aquellos estudiantes que “no quieren estudiar”. Según explica Schön, también en la generación de conocimiento el trabajo se encuentra dividido. De manera un tanto condescendiente, en esta jerarquía la educación superior y la investigación centran sus esfuerzos en el desarrollo de nuevas soluciones que hagan la vida más fácil a los profesionales que trabajan en el campo, en las fábricas, en los hospitales o en los servicios sociales. El rol de éstos, en relación con el conocimiento, sería el lanzamiento de problemas reales para ser solucionados por las ciencias aplicadas.

Pero el hecho de que el conocimiento profesional, a menudo más real y difícil de adquirir que el conocimiento técnico-científico, tenga más dificultades para expresarse bajo el formato aceptado en las escalas de la educación superior, no le quita un ápice de valor. Es cierto que esa dificultad de ser modelado o descrito en un artículo científico confiere a la maestría un cierto grado de misterio. La excelencia en el trabajo profesional se adquiere sin atajos, a base de repetición y de la destreza que da el enfrentarse a lo largo de los años, sobre el terreno, a un gran número de situaciones únicas que es necesario afrontar a menudo con premura o con menos recursos de los necesarios. Desde la Edad Media, los gremios establecieron la jerarquía de la destreza profesional en tres escalas: aprendiz, oficial y maestro. Pasar de una a otra requería repetición, observación, y tiempo. Sólo así, como dice Kanneman en su maravilloso «Thinking fast and slow», las destrezas pueden pasar a la parte rápida del cerebro y convertirse en reflejos, o en intuciones.

Arte y tecnología

Esta especialización en la creación del conocimiento que Schön denuncia en «El profesional reflexivo» resulta evidente en uno de mis campos de trabajo: los proyectos europeos en el ámbito de las Smart Cities, muchos de ellos bajo el paraguas de Horizonte 2020, el gran programa europeo de financiación pública para el desarrollo de soluciones urbanas innovadoras. En ellos, el rol de los ayuntamientos, que en los últimos años han aumentado su participación en este tipo de proyectos, se circunscribe a poner la ciudad a disposición de empresas y centros de investigación para la prueba de las soluciones. Además, ni siquiera a los profesionales municipales se les permite normalmente definir el problema. El resultado es que pocos proyectos de Horizonte 2020 sobreviven una vez consumida la subvención. Sin una paticipación activa de los profesionales que trabajan en el suelo urbano no puede haber una definición correcta del problema. Y sin una buena identificación de éste, no hay modelo de negocio que pueda ser sostenible en el tiempo.

No se trata de buscar culpables en estos desajustes. La única culpable es la inercia. Como señala Donald Schön en «El profesional reflexivo», el modelo germánico de Universidad, que se expandió por Estados Unidos y Europa en los últimos siglos, es el último responsable de la consagración de esta jerarquía. Sin embargo, ha habido y hay intentos de cambiar las cosas, de otorgar a la maestría profesional el rango que se merece. Experiencias como la Bauhaus de Walter Gropius en la Alemania de entreguerras demostraron que es posible crear centros de conocimiento diferentes. La Bauhaus diluyó la jerarquía entre arte y artesanía, otorgando al diseño y a la pericia manual máximo rango.

En nuestros días, instituciones como «Etopia. Centro de Arte y Tecnología» en Zaragoza tratan de recoger ese legado y adaptarlo a la era de Internet. Por eso, un gran urbanista como Sir Peter Hall definió a Etopia como la «Bauhaus digital». Sin embargo, leyendo a Donald Schön uno tiene la sensación de que la intersección entre arte y tecnología cobra un cariz distinto. No solo se trataría de producir arte con tecnología, como algunos programas de residencias intentan. Ni siquiera de se trataría de quedarnos con la incuestionable y probada capacidad del arte para anticipar el devenir tecnológico. Se trataría de situar al mismo nivel el conocimiento técnico, reflexivo y razonado, y el conocimiento artístico, reflejo e intuitivo. El conocimiento que se puede expresar en un manual y aprender a través de un tutorial, y el que sólo se puede adquirir a través de la práctica tenaz, la observación constante, y el tiempo.

La relación entre ciudad y universidad

Son precisamente estos nuevos laboratorios urbanos donde puede forjarse una nueva relación entre ciudad y universidad. En el momento de escribir este artículo participo, en el seno de la Coalición de Ciudades por los Derechos Digitales, en un comité para establecer un programa internacional de colaboración entre ciudades y universidades en torno a tres ámbitos: la Inteligencia Artificial, la gobernanza de nuestros datos, y la inclusión digital. En él, tratamos de poner en valor el papel de las ciudades como generadores de conocimiento para las universidades, de la misma manera que las universidades pueden utilizar a la ciudad para sus investigaciones. Pero no nos equivoquemos, no es la universidad quien produce soluciones para los problemas de la ciudad. Los problemas de la ciudad, en un mundo eminentemente urbano, son los problemas de la mayor parte de la sociedad, también de la universidad.

Lecturas como la de Donald Schön en «El profesional reflexivo», nos recuerdan que si, entre todos, planteamos las preguntas adecuadamente y conseguimos conformar equipos interdisciplinares, que reconozcan al mismo nivel el talento científico-tecnológico y el profesional, entonces quizás, pero sólo quizás,  podamos aspirar a hallar alguna solución que mejore nuestro ecosistema urbano. Ese sistema tan complejo, interconectado en múltiples redes, impredecible y único, que uno solo puede intentar comprender a base de observación, reflexión, estudio, y, por supuesto, años de ejercicio profesional.

Artículo publicado bajo licencia Creative Commons de cultura libre. Algunos derechos reservados.

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Etiquetas: Last modified: 02/02/2022
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