De un refrescante viaje por Escocia este verano me traje, entre otras cosas, la visita a dos estupendas librerías: la indescriptible Leakey en la norteña ciudad de Inverness y la librería Topping & Company, en Edimburgo. Consecuencia: un buen puñado de libros en la maleta como pasatiempo y combustible intelectual con que pasar el otoño.
Uno de estos libros es el de Daniel Susskind «Un mundo sin trabajo». El libro, bien estructurado, se articula en tres partes de parecido peso argumental: el Contexto, la Amenaza, y la Respuesta.
El contexto
Susskind establece tempranamente el campo de juego de su obra: las implicaciones económicas de la automatización o, en la versión actualizada del concepto, de la Inteligencia Artificial (IA). Y, con ello, designa los equipos: a un lado, quienes defienden en que la IA traerá nuevos y más empleos. Que las ganancias compensarán las pérdidas, que el fenómeno no escapará al fenómeno que tanto alivio produce en los economistas, el de la «destrucción creativa» de Schumpeter.
Y en el equipo de enfrente, quienes afirman que no, que con la IA todo va a ser distinto, pues su exponencial desarrollo no se detendrá en las tareas complementarias a las humanas, sino que, más pronto que tarde, veremos cómo es capaz de realizar más y más tareas sustitutivas.
Y es que, hasta la fecha, la tecnología ha favorecido al trabajo. Hoy, a pesar del desarrollo tecnológico, hay más personas empleadas que nunca. Además, el número de horas trabajadas por persona se encuentra en mínimos, y la productividad en máximos.
Esto es así porque, de las dos fuerzas que operan en relación a la tecnología y el trabajo, la sustitutiva y la complementaria, es esta última la que ha actuado con más fuerza. En la agricultura, por ejemplo, la maquinaria ha reemplazado a la mano de obra, pero hoy se producen más alimentos que nunca (el «pastel» se ha agrandado), y se han transferido empleos desde las tareas ligadas con la tierra hacia las industrias agro-alimentarias y la terciarización agraria (el «pastel» también ha cambiado).
El resultado es que hemos vivido y vivimos en la «época del trabajo», que ha visto cómo las tareas más rutinarias se automatizaban para dejar más tiempo a los humanos para dedicarse a las tareas de tipo creativo o empático, para las cuales las máquinas aún no están preparadas.
La hipótesis ALM -las siglas se corresponden a las iniciales de sus autores- establece que bastaría con seguir inventando tareas no rutinarias para estar a salvo del intrusismo profesional de las máquinas. Se trata de un enfoque optimista y, por ahora, dominante entre los economistas.
Contra ello argumenta Daniel Susskind que, a medida que las capacidades de las máquinas aumentan, ese posible conjunto de tareas reservadas para los humanos está disminuyendo a marchas forzadas. Ni siquiera la creación artística se libra, como demuestran muchas de las exposiciones artísticas que, utilizando la IA, hemos organizado desde la Fundación Zaragoza Ciudad del Conocimiento.
Este gran desarrollo de la IA no se hubiera conseguido de mantenerse el enfoque inicial orientado a imitar el comportamiento humano. En su lugar, la actual segunda «ola» de la IA ya es capaz de superar las capacidades humanas en muchos ámbitos de pensamiento, gracias precisamente a que funciona con mecanismos totalmente distintos a los que usamos las personas para razonar.
La amenaza
Los tres tipos de habilidades humanas -manuales, cognitivas y afectivas- se encuentran crecientemente amenazadas por las máquinas. Es lo que Susskind llama «invasión de tareas», una fenómeno que no es homogéneo, sino que opera a diferentes velocidades en función del sector y del lugar.
Esa invasión de tareas por parte de la tecnología provoca, también de manera heterogénea, una serie fricciones en el mercado de trabajo que provocan bolsas de desempleo derivadas de tres tipos de desalineamiento entre lo que los trabajos requieren y lo que las personas pueden ofrecer:
- de capacidades: la persona no tiene el nivel tecnológico requerido para los nuevos puestos de trabajo,
- geográfico: las habilidades tecnológicas no están allí donde se las necesita,
- y de identidad: a mucha gente sin habilidades tecnológicas los trabajos que quedan en la parte baja del sistema les parecen degradantes y no están dispuestos a optar a ellos.
Que el sistema no tiene incentivos para detener ese «desempleo tecnológico» lo demuestra el hecho de que. hoy en día, la industria de EE.UU produce 250 veces más que en 1950 con un 40% menos de trabajadores.
Sin embargo, no solo por la parte baja del mercado de trabajo hay problemas. Susskind muestra cómo, principalmente desde el año 2000, las personas con estudios universitarios cada vez realizan tareas menos creativas y, por tanto, más propensas a ser ocupadas por máquinas, aumentando así la presión que sobre la parte alta del mercado de trabajo ejerce la tecnología. Hoy, los nuevos gigantes de la economía digital como Google, Amazon, Microsoft, o Apple facturan más que sus antecesores industriales con mucha menos mano de obra cualificada.
Curiosamente, en el seno de las grandes empresas en la era digital la desigualdad salarial se desboca. Si la relación entre el salario de los CEOs y el salario medio en 1980 era de 18:1, hoy es de 350:1. A nadie sorprende, por tanto, que mientras la productividad en la mayor parte de los sectores se ha disparado en los últimos 75 años, el sueldo por hora de trabajo se mantiene más o menos constante desde hace 50 años.
Y con toda lógica, esa disparidad salarial en el seno de las empresas se traslada al conjunto de la sociedad. En muchos de los países más avanzados, el 0.1% de arriba tiene tanta riqueza como todo el 90% de abajo. La desigualdad -y Thomas Piketty, al que Susskind cita profusamente en esta parte del libro- lo argumenta mejor que nadie, será (es) ya nuestro principal problema social.
La respuesta
Susskind la tiene, y tiene tres frentes: el educativo, el político-económico, y el personal.
A nivel educativo, y a partir del reconocimiento de que el sistema educativo nos enseña fundamentalmente las habilidades para las que las máquinas están mejor preparadas que nosotros, propone reforzar las enseñanzas en valores, en empatía, en cuidados. La escuela nos enseña más a ser contables que trabajadores sociales. La educación debe evitar concentrarse en las etapas tempranas y acompañar a las personas en todo cu ciclo de vida -al menos en el periodo laboral activo-, y debe dejar de ser punto – multipunto (un profesor hacia 20 alumnos), para pasar a ser más personalizada.
En el ámbito político-económico, Susskind aboga sin dudarlo por aumentar los impuestos: al capital, a las herencias y, por supuesto, a los robots. Para poder luego redistribuirlos generalizadamente a través de un Ingreso Mínimo Vital condicionado, eso sí, a la realización de trabajos de voluntariado. Propone igualmente reforzar el papel del estado como «tenedor» y gestor de fondos para el común, como hace Noruega con su fondo soberano.
El capítulo de medidas politico-económicas se cierra con la atención especial al Big Tech, a quien Susskind propone controlar mediante una «Autoridad Política de Vigilancia», no por el peligro monopolista en lo económico -algo que, por otra parte, siempre ha existido-, sino fundamentalmente para limitar su poder político. (Para los escépticos sobre este asunto, el aterrador papel de Ellon Musk en la Administración Trump debería despejar cualquier duda.)
Daniel Susskind termina «Un mundo sin trabajo» reflexionando sobre el sentido de nuestra vida sin trabajar, un falso dilema, ya que empieza a ser hora de reconocer el precio del trabajo voluntario -donde se incluye la gestión de la casa y de la familia, la crianza y el cuidado de nuestros mayores-. Y también propone Susskind una mejor preparación para el disfrute del ingente «tiempo libre». En una economía futura del ocio, será preciso educarnos para hacer un uso responsable de él. Si en la era del trabajo el estado se orientó a enseñarnos a trabajar, puede ser el momento de que se oriente a ayudarnos a disfrutar fuera del trabajo tradicional.
Cómo vivir
Susskind nos advierte antes de concluir, no sin cierta ironía, que no debemos tomarnos el título «un mundo sin trabajo» de manera literal. El trabajo que va a escasear será el remunerado, y habrá más posibilidades de trabajar en lo que nos guste, y quizás el mero hecho de escribir este artículo sea una indicación de ello.
Y aquí el libro enlaza, quizá inconscientemente, con uno de los primeros filósofos de la modernidad: Michel de Montaigne. Político, intelectual y disfrutón a partes iguales, Montaigne quisó indagar en el propósito de nuestras vidas individuales sobre la piel de este planeta. ¿Quieren encontrar reflexiones de rabiosa actualidad sobre cómo vivir en un mundo en el que el trabajo no sea el principal protagonista? Lean a Susskind, pero después, lean a Montaigne.
Y tampoco dejen de echarle un vistazo a los planteamientos que, a mediados de los años 50 del pasado siglo, realizaron los situacionistas parisinos capitaneados por el indescriptible Guy Debord. Ellos fueron de los primeros a señalar -iba a escribir seriamente, pero nada en el situacionismo primigenio era realmente serio-, que el objetivo de la automatización no podía ser otro que cambiar el trabajo por el disfrute. Desde entonces no había caído en mis manos nada que fuera realmente propositivo en relación a cómo aprovechar la Inteligencia Artificial para vivir mejor.
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